Así empezó todo...

¿Quién me iba a decir que un curso de idiomas en Inglaterra marcaría para siempre mi futuro profesional? Seguramente, ni Lola Montero podría haberlo vaticinado… Después de haber estudiado el bachillerato tecnológico y haber invertido un número de horas y dinero que prefiero no calcular en intentar resolver integrales definidas, ecuaciones de parábolas, o aprender a trazar ovoides e hipocicloides, un simple viaje a Inglaterra me hizo cambiar la inscripción la universidad radicalmente apenas unos días después de haberla cursado y dejar de lado la calculadora para invertir en un buen diccionario.

Y es que en aquel primer viaje, de los muchos que realicé en años posteriores, descubrí que mi verdadera pasión no era crear planos, sino recrear comunicación. Ser el puente que facilite el entendimiento entre personas que hablan diferentes idiomas y tienen culturas distintas, o ayudar a un autor (ya sea de literatura, de cine o de cualquier medio en el que la palabra pueda suponer una barrera lingüística) a acercar su obra a un público universal, es, posiblemente, la mayor satisfacción de un lingüista que se dedique a la traducción y/o la interpretación.

Aún recuerdo la expresión de sorpresa de mi profesor de inglés del instituto, Julio Dávila, cuando le comuniqué mi decisión de estudiar Filología Inglesa. «No te veo para nada en esa carrera, te aburrirás», dijo. Siempre me habían gustado los idiomas; de hecho también estudiaba alemán en el colegio desde que a penas tenía doce años, pero por suerte o por desgracia, nunca habían supuesto un reto para mí, y eso hizo que desviara mi atención hacia otras materias que sí requerían de mí algo más de empeño. Sin embargo, tras comprobar in situ que el idioma y la cultura pueden unir en igual medida que pueden separar a las personas, esta idea me hizo reflexionar y despertó realmente mi curiosidad por conocer más sobre el idioma y la cultura que me habían cautivado.

Llegados a este punto, debo confesar que mi idea original fue estudiar Traducción e Interpretación, pero como los plazos burocráticos no entienden de vocaciones tardías, las pruebas de admisión ya habían tenido lugar. Además, yo me encontraba en Inglaterra y poco podía hacer desde allí… Así que la opción que mejor se ajustaba a mi limitada situación era probar suerte en filología, ¡no tenía demasiado donde elegir!

La explicación a mi familia, que apenas podía pronunciar «filología» y mucho menos sabía en qué consistía la carrera, fue lo más difícil, pero estaba totalmente segura de mi decisión y no había vuelta atrás. La noticia de que su hija ya no sería una excelente arquitecta de obras públicas fue una sorpresa bastante desagradable que les llevó meses digerir, pero supongo que el paso del tiempo disipó sus esperanzas de que «me diera cuenta de que estaba cometiendo una equivocación», según palabras de mi padre.

En 2007, tras cinco años de exámenes, disertaciones, análisis literarios, seminarios, viajes, conferencias y, por qué no admitirlo, fiestas universitarias, terminé filología y llegó el momento de decidir en qué me especializaría. Había trabajado como profesora de inglés y español para extranjeros en varias academias de idiomas, como Enforex, o dado clases de alfabetización y cultura general, así como talleres de inglés para adultos para la Fundación La Caixa en varios centros de día de la tercera edad, y aunque considero que fue una experiencia bonita, eso me hizo darme cuenta de que no estaba interesada en la docencia. Así que, ni me molesté en hacer el curso de capacitación, ni si quiera me informé sobre el temario de las oposiciones para profesores de secundaria y directamente aposté por especializarme en lo que realmente me apasionaba: la traducción. Aunque durante la carrera había cursado todas las asignaturas relacionadas con traducción (de cualquier tipo) que se ofertaban, sabía que mi preparación no era suficiente, así que ese mismo año me matriculé en el Máster de Traducción Audiovisual Online de la UAB, del que tenía muy buenas referencias y, antes incluso de acabarlo, en 2008, empecé a trabajar como correctora interna en una agencia multinacional de servicios lingüísticos, donde hoy continúo trabajando como responsable de calidad sénior para la oficina de Londres. Mis ojos leen al día una media de 12 000 a 20 000 palabras, desde correcciones y traducciones especializadas a postediciones y subtitulaciones, entre otras.

A pesar de tener clavada la espinita de no haber estudiado Traducción e Interpretación, quiero pensar que todo ocurre por una razón y, desde luego, no me arrepiento de la decisión que tomé. La filología me permitió darme cuenta del amor que siento por las palabras y tengo que agradecerle unas bases lingüísticas firmes que más tarde he podido aplicar a la edición textual y a la interpretación literaria, que para mí son dos conceptos clave en traducción que espero que me ayuden a la hora de compartir con vosotr@s los conocimientos y la experiencia profesional que hasta ahora he «cosechado» en este campo.

Por supuesto, vuestras opiniones son más que bienvenidas, ¡así que ya sabéis! Muchas gracias a tod@s aquell@s que me han animado a publicar todo este flujo de ideas desordenadas que me rondan la cabeza, especialmente a dos excelentes colegas de profesión y buenas amigas, Curri Barceló y Sandra Malo.